jueves, 5 de noviembre de 2009

La casa de uno que yo conocía olía como los sótanos del bloque de Lolo, a cerrado y a húmedo, a falta de jabón.
Algunas veces el local junto a calle 32 huele a algo orgánico descompuesto, pero de una manera tan intensa que hasta a mí, que no soy especialmente sensible con estas cosas, me llena la boca de salivilla ácida. Sale de ese puerta de chapa, pero el ambiente ensucia un buen trecho de callejón. Para entrar y salir del local hay que taparse la boca con un pañuelo gordo, porque es demasiado camino contaminado para hacerlo sin respirar. Creo que el rótulo dice algo de carne de cerdo pero no me explico qué hacen ahí con la comida para que el hedor sea tan sumamente insoportable. Quizás es todo una tapadera de Abraham y es ahí donde almacena los miembros amputados de las vírgenes que viola en los parques. Este olor es denso y nauseabundo, como de un mar de sangre.
El último día de clase no me comí el bocadillo y se quedó en la mochila y la mochila se quedó en el armario. Para cuando me di cuenta de lo que estaban haciendo el tiempo y el verano, un olorcillo seco, rancio y muy áspero comenzaba a filtrarse por la rendija de mi ropero.
Mi chaqueta de cuero no es de cuero de verdad, me costó cincuenta euros hace casi seis años y todavía no ha pasado ni una vez por la lavadora. Al final del primer mes de invierno huele exactamente igual que un cenicero dentro de un paraguas. Huele a un cigarrillo tras otro y a un chaparrón tras otro. Es una chaqueta maravillosa esa, creo que se merece una entrada para ella sola.
Mi sobrino Alejandro decía de pequeño que los pies le olían a hamburguesa, por lo de hamburguesa CON QUESO. El queso del pueblo de la abuela de Nagore olía desde la esquina de la casa, pero me hacía chiribitas de saliva porque hasta el olor era sabroso. Era un olor muy fuerte y el que se queda pegado en las manos, pasado un ratito se me parece un poco al del vómito, no sé porqué. Pero los pies de una persona a la que solo llamaré G por lo dura que es la adolescencia, son otro nivel. Cuando se quita los zapatos uno de los jinetes del apocalipsis aterriza en la habitación y busco, casi con agonía, una ventana o cualquier otro punto de aire limpio. Lo peor y más desesperante es cuando se niega a menearse del sofá y todo, tela, cristal y comida, parece un pie gigante. Ese es un olor que ni siquiera puedo describir con precisión porque en cuanto que me llega al cerebro -lo que hace enseguida y en forma de lanza- siento el reflejo de protegerme nariz y boca con las manos y de gritarle: "Dios mío, vete al baño y te lavas esos pies guarros".
Pero el almacén de la tienda donde trabajo -hablo de ese almacén porque es el orgasmo del hedor; si me refiriese a focos de infección quizás apuntase al agua de fregar, que se suele quedar en los cubos y que tampoco huele especialmente bien, pero me preocupa más ese color negro; si hablase de incoherencias sin duda señalaría lo que me explicaron en el cursillo de manipulación de alimentos y la realidad-es sencillamente terrible.
El vestuario es una habitación de medio paso por un paso en la que están solo las taquillas. Allí solo hay taquillas, señores. Vas, te pones tu babi, te pones a currar; vuelves, te quitas el babi y te marchas. ¿Por qué diantres huele entonces tanto a pie? Pero no a pie como los de G, que pueden hacerte perder el sentido y quitarte de sufrir. Es un olor mucho más tenue y concentrado que se mezcla con un levísimo olorcillo a sudor, el de la humedad imperante en todo el almacén y el del capitalismo aplastante que me ha empujado a tener que conocer ese desagradable lugar.
He dicho que allí huele a humedad, pero es una humedad a la enésima potencia, es una humedad superlativa y dudo que las manchas del suelo sean manchas, a lo mejor son incipientes hongos oscuros. Los combis son de acero inoxidable pero todo huele a óxido. Además cuando algún recipiente de líquido se rompe el contenido, si es que algo queda, se vierte en una rejilla en la que se queda estancado durante no sé cuánto tiempo. La leche es líquida y se corta. Los zumos son líquidos y acaban oliendo como a fermentado. Y eso se mezcla con alcoholes, jabones líquidos, aceites y vinagres.
Entra por la nariz y la boca y se agarra al paladar y la garganta.

Es espantoso.

Y después de haber dicho todo esto, no se me ocurre nada bueno que decir para endulzaros el final. De hecho no he hecho más que abrir las compuertas de la sección de mi cerebro de olores desagradables: una naranja podrida, agria, agria; ese pasajero del autobús que no entiende que asearse no es poner un desodorante, que por cierto no desodora nada, encima del sudor de varios días; el sello de los paquetes de tabaco cuando arde; los pedos calientes que como de coña se quedan en una bolsa de peste bajo el pantalón durante unos segundos, hasta que se disuelven...

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